El viejo faro de Sardina del Norte, en la costa de Gáldar, en el noroeste de Gran Canaria, proyectó su primer destello sobre este cuadrante del Atlántico el 15 de febrero de 1891. La actual estructura, levantada en el mismo emplazamiento y que sustituyó al antiguo vigía en 1986, tomó su relevo en la tarea de ejercer de guardián en un sublime litoral rocoso donde las vigorosas olas llegan casi a cámara lenta, agotadas tras su periplo oceánico.
En esta costa maravillosa, todo tiene su razón de ser y su propia biografía. La primigenia linterna marítima nació de la necesidad de salvaguardar el creciente tránsito marítimo en la zona, consecuencia del apogeo de sucesivas industrias entre las que destacaron la producción de cochinilla, los ingenios azucareros, las plataneras, los tomates o las papas. Según relata el historiador Francisco Suárez Moreno en su libro ‘La mar en el Oeste de Gran Canaria’, este trasiego convirtió al puerto de Sardina del Norte, próximo a las ciudades en auge de Gáldar y Guía, en un muelle de referencia en esta historia de idas y vueltas.
Años antes de su construcción, el Ayuntamiento de Gáldar constituyó la llamada Comisión de Marinos Inteligentes para que examinaran la costa del litoral municipal e informaran “del punto más aparente donde convenga colocarse el aparato de luz que se concede a esta Villa”, según consta en las actas de la época. Los marinos designados, por cierto, respondían al nombre de Juan, Cristóbal y José. Ellos fueron los tres padrinos con nombre y apellidos del faro y quienes aconsejaron en qué lugar debía erigirse e iluminar los mares el ingenio.
Y, en efecto, aquel paraje y el faro parecían predestinados a encontrarse. La presencia de la luminaria en la pequeña meseta que se forma antes de que una cuña de tierra se precipite al encuentro con el océano logra crear un ambiente que nos hace sentir que hemos alcanzado el fin del mundo. O su principio. La costa, literalmente, habla sin cesar con una voz grave que resulta particularmente profunda. Aquí la mar es un tenor que afronta una partitura sin final.
En el linde entre lo terrestre y la gran sábana azul que se extiende al frente, el impulso del océano ha creado una hilera de charcones de aguas mansas, una mezcla de espejos azules, verdes y ocres, donde reina una paz que contrasta con el cercano bramido oceánico. La escena se completa con una serie de promontorios redondeados por efecto de la insistente acción de los vientos y los oleajes. Mientras, los grandes cangrejos rojos lo observan todo desde el borde de las piscinas naturales o, más abajo, donde rompe el mar, donde se ocultan en un abrir y cerrar de ojos cuando se traspasa la invisible pero precisa línea de seguridad.
Ya mar adentro, un velero traza un sutil punto blanco sobre el lienzo azul. A bordo se dejan llevar por el viento y comprueban qué se siente al estar entre las ensalitradas manos del Atlántico. En tierra, un pescador, casi mimetizado con el paisaje, lanza su caña hacia un mar famoso por la prodigalidad y exquisitez de sus peces de roca, algo que le ha dado fama desde siempre, incluso antes de que ningún faro alumbrara esta quebrada costa.
El resto del paisaje también es parte de una historia que sigue escribiéndose. En las laderas cercanas se atisban las fincas de plataneras, embarcaderos inmemoriales por los que han embarcado y desembarcado hasta las ideas y los sueños del noroeste de Gran Canaria y caminos sinuosos que descienden al encuentro de un océano sin el que no se entendería nada. Todos parecen vigilarse y cuidar unos de otros, pero lo hace sobre todo el faro mientras mantiene su diálogo con el Atlántico.